sábado, 12 de enero de 2008

Lourdes por Pablo Antillano

Lourdes
Pablo Antillano
pabloa@viptel.com
A Sergio
Lourdes Armas era una mujer verdaderamente muy bonita. Nunca iba a la peluquería ni se daba al maquillaje, llevaba unas grandes cejas negras al natural y se reía con los ojos. Reía con frecuencia y sus grandes ojos se le ponían chiquiticos y horizontales. Su cabellera era suave, negra y ondulada como la de todos los hijos de Mercedes Alfonzo y Rafael Armas. En el Zulia se le recuerda especialmente en estos días porque el Centro de Arte de Maracaibo Lía Bermúdez ha inaugurado el domingo pasado una retrospectiva con casi doscientas de sus obras, bajo la meticulosa y amorosa curaduría de Anabeli Vera-Marin.
Esta reunión de sus obras ha producido un profundo impacto entre sus hijos y sus amigos, que no se imaginaban que en aquel trabajo tan familiar, tan íntimo y cotidiano, pudiese estarse fraguando una obra tan extensa y consistente, un torrente poético de tan grande aliento. Quienes la veían todas las noches encorvada sobre su mesa de dibujo, destapando la tinta china, mezclando guaches y temperas, tizas y creyones, dándole vida a sus gallos multicolores, a sus desnudos flotantes y a su inagotable población de muñequitos, no asociaban esta tierna producción con las paredes de un gran museo. No era posible.
Las ciudades que Lourdes pintaba, con sus plazas y calles abiertas a la multitud, con sus techos y ventanales atesorando secretos familiares, salían de sus manos con la misma naturalidad que salía el arroz, la carne y el plátano nuestro de cada día. La misma Lourdes que pintaba era la que untaba de Griffin blanco los zapatos de Laura, la que zurcía los lazos de la primera comunión, la que cantaba boleros y canciones infantiles para dormir a los niños. El arte de la casa y el arte de su medio pliego parecían uno sólo, íntimo e indivisible, no podía adivinarse en esta laboriosidad la estatura de su proyección pública. Eramos todos demasiado chicos.
Solía pintar de noche, acompañada de su lámpara, sus cigarrillos y la tranquilidad de la casa. Siempre fumaba. Mientras vivió en El Silencio y en Los Chaguaramos compraba los cigarrillos al detal, pero ya en Maracaibo compraba paquetes y cajetillas. Durante el día podía vérsele entregada a la contemplación, su mirada se alargaba lejana hacia el techo, o hasta la Plaza de El Silencio o hacia el azul del Lago.
La pintura que cuenta historias
Todos disfrutaban también sus ganas de hablar, sobre todo cuando contaba sus cuentos. Cuentos del oriente que le vio nacer, el de su niñez y adolescencia. Contaba una y otra vez los mismos cuentos y se echaba a reir como si fuese la primera vez. Eran cuentos de Clarines, de Sabana de Uchire, del Unare o Aragua de Barcelona, llenos de personajes rurales, carencias materiales y picardía. A veces ofrecía una versión distinta de los cuentos que escribía su hermano, Alfredo Armas Alfonzo. Los reprochaba con ternura y se reía.
Viendo ahora el conjunto de su obra, sus allegados se sobrecogen. No alcanzan las paredes para colocar sus gallos, generosamente prestados por decenas de coleccionistas, que adquieren en conjunto una poderosa dimensión simbólica. Fue Roberto Guevara el primero que advirtió esta esencia cuando los llamo "pájaros solares de ruidoso cromatismo".
Gallos espuelados y altivos, adornados de múltiples colores y figuras geométricas, que sugieren inquietantes criptogramas. Al ver en conjunto estas imágenes, cualquier espectador puede sentirse tentado al desciframiento, como si una largo relato enigmático estuviese escrito a los largo de todos estos plumajes. Estos gallos que flotan en el espacio y, en ocasiones, acompañan a misteriosas mujeres desnudas, nos enlazan con una Lourdes desconocida cuya suavidad estaba habitada por este poderoso espíritu de la vigilia, del amanecer y de la resurrección permanente.
Individualizados, en su cromatismo personalísimo, cada gallo nos ofrece una historia propia. Abandonan la veleta que corona las casas y las torres de las iglesias para adquirir una dimensión terrena que remite a lo rural. Pero se elevan de inmediato hacia el sol a través de los colores y los símbolos, que expresan las marcas que en ellos ha dejado una vida larga y plena de episodios. Esta vocación anecdótica, que asume formas poéticas y abstractas en sus numerosas aves, se hace aún más explícita en sus dibujos de la ciudad.
Los cuentos de la ciudad
Los paisajes de Lourdes lucen discontinuos, lo que les aferra a la totalidad del plano es la multiplicidad de historias que transitan por las calles y las plazas. Su visión de Maracaibo, de los Andes, de la Plaza de El Silencio, de Monte Piedad, es la visión de un cronista que se detiene minuciosamente en cada historia particular.
La composición y el color terminan siendo subsidiarios, dependientes, de los cuentos. El espectador orienta su mirada hacia el detalle, hacia los fragmentos, hacia las leyendas y las crónicas breves que conviven en el escenario. Eso es lo que es cada cuadro: un escenario donde se desanudan los ritos de la ciudad, las fiestas tradicionales, los juegos, las costumbres, entretejidos con humor, pero también con un profundo sentido de documento.
DE esa misma manera atrapaban su historia las culturas milenarias del Mediterráneo, del Medio Oriente y del Africa. Tallaban en las puertas, en las montañas y en las piedras los eventos cotidianos de su vida. Todo en un solo plano: una cosa con la otra, unas arriba y otras abajo, de manera sincrónica, simultánea, imitando a la vida misma. Es posteriormente la escritura la que coaccionará al cuento y lo ordenará en forma lineal, una cosa primero y la otra después. Lourdes cuenta como los antiguos, cuenta como un pintor, no como un escritor. Tiende una mirada subjetiva que ve al mundo y a la vida en su totalidad, en su simultaneidad. Todo ocurre al mismo tiempo y en el mismo espacio.
A pesar de que los dibujos parecían hechos para sus niños, dibujos que conservaban un aire pueril y divertido, y a pesar de que así fueron disfrutados por todos, ellos estaban habitados por una profundidad a la que entonces no podíamos tener acceso. Eramos, sencillamente, muy chicos.
Lía Bermúdez, su gran amiga, con una generosidad que no es de este mundo, nos ha permitido, con esta exposición, entrar en el alma compleja de esta gran artista con la que compartimos, de chicos, la mayor parte de nuestra vida. Hoy tenemos la sensación de que nos perdimos algo y que aún tenemos mucho por descubrir.


Pablo Antillano en La BitBlioteca

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