miércoles, 24 de junio de 2015

Homenaje a Sergio Antillano González

Quiero comenzar  por dar mi agradecimiento a quienes hacen posible este homenaje a mi padre, con el cariño debido, y el reconocimiento expreso de quienes le conocieron cercanamente en sus funciones como periodista y como docente del oficio.
Yolanda Delgado, la brillante  artista, analista, gerente en el  presente de esta institución, que lleva la batuta en la conducción de la Biblioteca María Calcaño dado lustre al nombre de la poetisa, con Amanda  y el equipo completo que le acompaña.
A Eleonora Arenas, la hija del querido poeta y profesor Enrique Arenas, quien me dicen fue el propulsor de este homenaje a Sergio Antillano, y que forma parte de los inolvidables de nuestra vida en Maracaibo. Todos en fin, que han contribuido a la construcción de este homenaje.
Sergio Antillano González, el periodista, el docente, el padre, el amigo, el crítico, el polémico y el amoroso, el temperamental y el  de la ternura, fue un caraqueño sencillo ,hijo de Hilario Antillano, sastre de profesión,( la que combinó en Valencia con el cargo de inspector de espectáculos), y  Carmen González, madre que falleció tempranamente  y de quien papá hablaba con añoranza y de la cual decía que fue de las primeras mujeres en usar pantalones en Venezuela, obra de su marido sastre.
Huérfano de madre, su hermana mayor, la tía Amandita, ocupó el lugar de esta, dado que los tres hermanos quedaron solos, viviendo en la casita de la Calle Branger, en Valencia, en aquellos años entre la década de los 30 y los 40 del siglo XX.
Papá ubicaba su inicio en el periodismo a los 16 años, escribiendo reseñas de juegos deportivos. Contaba reiterativamente una anécdota con el escritor Enrique Bernardo Núñez.
Sergio muchacho entraba a la redacción del periódico con profunda timidez a escribir sus notas después de los eventos deportivos y para ello le prestaban una máquina de escribir, pero en una ocasión en que esperaba por ello, alguien, con cierta pícara maldad, le señaló la silla vacía ante la máquina del  escritor y le dijo escribiera allí su nota, el autor de Cubagua tenía fama de carácter estricto, sin contemplaciones, y de cierto celo por su espacio personal. Sergio se sentó, sin saber detalles, y escribió con entusiasmo su artículo. Entró Enrique Bernardo Núñez a la oficina antes de que el muchacho terminara y con sorpresa lo vio, optó por sentarse en silla aparte y mirarlo mientras finalizaba, en medio de la espera general, sobretodo de quienes calculaba una reprimenda espectacular para él. Pero el escritor se le acercó al verlo sacar el papel del rodillo de la máquina, lo tomó este en sus manos, lo revisó en silencio, le hizo una breve acotación y lo felicitó, poniéndole a la orden ese lugar, para sorpresa de todos los presentes. Para papá era un orgullo el contarnos esta anécdota.
Periodista pues desde la adolescencia, esa fue la señal directiva de su vida entera y señalaba el pulso de su conducta toda, le recuerdo corrigiendo exámenes y preparando clases con el radio y la televisión encendidas en simultaneidad. Amanecía siempre escuchando las noticias  y su hora preferida para impartir clases en la Escuela de Comunicación Social era la de las 7 de la mañana. De hecho quienes fueron sus alumnos confirmaran que a esa hora exigía a todos que ya hubieran revisado los titulares de la prensa impresa antes de entrar al aula, y en más de una ocasión se retiró de la sala porque nadie había leído nada y así no iban a ser nunca periodistas, escena teatral que les llevaba a perseguirlo al pasillo para prometer esa lectura para el día siguiente.
Su interés por el oficio y su práctica continua como motor de vida le llevaba a confrontar las informaciones de unos y otros medios y a preocuparse por los eventos espectaculares tanto como por los incidentes de lo pequeño, lo cotidiano o doméstico. Su amor por el periodismo estaba  a la vez circunscrito a un análisis polémico de las circunstancias de la profesión, no permitió nunca que ninguno de sus hijos estudiáramos  la carrera porque consideraba era un oficio ingrato, le escuché decir con frecuencia que la objetividad periodística terminaba por depender de los dueños de los medios, quienes desviaban la verdad de la noticia a su conformidad, que es decir: la de sus intereses económicos.
Papá fue un gran lector, un curioso del mundo, un hombre siempre polémico, incisivo, creador, inventor. Hoy pienso que su curiosidad y ese espíritu emprendedor nos empujó a todos en casa por caminos que conducen a mirar el mundo desde la perspectiva del involucrarse y participar, lejos de la indiferencia o el dar la espalda.
Su conexión con la literatura, el cine, la música, era absolutamente auténtica.  Recuerdo, por ejemplo, cuando nos leyó en voz alta fragmentos del Canto a mí mismo de Walt Withman, había regresado de la Facultad y traía a casa el libro con él, entró y empezó a leerlo con mucha emoción y me pidió le acompañara al patio detrás de la casa, donde terminó de leerlo de pie y como si estuviera en un escenario, haciendo énfasis en la enorme alegría de vivir que encierra ese poema.
Igual lo veo, como en una película, la primera vez que florecieron los captus que estaban en ese patio y nos fue a llamar para que le acompañáramos a ver las flores que habían brotado entre las grandes espinas, y habló de la belleza y el contraste. Lo recuerdo triste y contrariado en una ocasión en que dos turpiales que tenía en una jaula en casa se habían maltratado y juró enfáticamente que nunca más tendría pájaros enjaulados en casa.
Siendo yo la mayor de las hembras, mi propio nacimiento estuvo ubicado en una circunstancia trágica familiar, dado que cuando ocurrió mi padre estaba preso, por unos artículos que escribía con otros dos periodistas conocidos, y que firmaban “Los tres cochinitos”, expresando su confrontación a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Mi madre siempre me hacía recuento de aquellos días y sus dificultades, y de la imposibilidad de acceder a él durante el final del embarazo dadas las circunstancias. Papá fue un demócrata de corazón, con una profunda sensibilidad social, de los iniciadores del partido comunista venezolano, parte de esa generación de los Nazoa, de quien fue amigo entrañable desde su adolescencia, y con los que compartió desde lo familiar, lo político, las inquietudes intelectuales y los afectos.
Cando hojeo algunos de los libros que fueron de su propiedad se me convierte en una aventura revisar sus subrayados, lo que es una forma de descubrir cuál fue la lectura del otro, sus trazos me dicen aquello en lo que enfatizaba y con qué se entusiasmaba, y siempre encuentro detrás de esas palabras el manejo de sus conceptos de ética y justicia, cuyo peso se convertía en los pilares de una concepción del mundo y de la vida que había definido casi sin proponérselo.
Su pasión por el cine era otro de sus móviles de mayor peso.  Todo el cine clásico, el cine nuevo, se iba a Caracas desde Maracaibo porque muchas de las novedades no nos llegaban entonces sino ocasionalmente a las funciones del cine club universitario, proyecto al que estuvo ligado con los amigos de entonces, aquella gente del Grupo 40º Grados a la sombra, y otras instancias institucionales universitarias posteriores, recuerdo en casa las visitas y reuniones con José Antonio Castro, Imelda Rincón, Esther María Osses, los Urdaneta, Sergio Facchi, el chino Hung, el chino Wong, Taratara, poetas, pintores, profesores, y recién llegados a Maracaibo, cuando los niños estudiábamos en la Lucila Palacios en Tierra Negra, en el patio de la casa donde vivíamos se probaban las películas del Cine-club Universitario, allí vi por primera vez y a una edad que hoy me asombra, nada menos que: “Los Olvidados” de Luis Buñuel y la “Juana de Arco” de Dreyer, por ejemplo.
Más tarde esa era como una “línea de acción” porque en la casa de El Milagro se proyectó, por ejemplo, en función “secreta” la película “Manuel” de Alfredo Anzola, que estaba prohibida por la junta de censura en Maracaibo, dado que cuenta las incidencias de un  cura enamorado de una de las fieles, y hasta la famosa película “Tango en Paris”, que tampoco se permitió en su momento en las salas comerciales de Maracaibo. Papá era un promotor del cine más vanguardista, un amante del celuloide en sus manifestaciones más díscolas y maravillosas. Es por ello que me parece un gran acierto de mi hijo Sergio Gómez, el haber fundado la Escuela Itinerante de Cine que coordina, con el nombre de su abuelo, Sergio Antillano, continuando así esa pasión por la difusión de un arte tan contemporáneo y sin fronteras.





1 comentario:

La Letra Voladora dijo...

La Biblioteca María Calcaño de Maracaibo realiza actualmente un homenaje al periodista y profesor Sergio Antillano